
Correr la maratón de Boston es un privilegio. No solo por la historia, la energía y la gente gritando y alentando como si te conocieran de toda la vida, sino porque estar ahí significa que superaste algo muy grande para llegar. En mi caso, fue salir de una lesión que me tuvo alejada de las pistas durante meses, con la incertidumbre y el miedo de si volvería a correr como antes. Spoiler: no corrí como antes. Corrí más fuerte, más consciente y, definitivamente, más agradecida.
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Boston no regala nada. Boston no es una carrera fácil. De hecho, probablemente es la más desafiante que he completado y personalmente me pareció durísima. Las subidas te aparecen cuando ya estás cansada, y cuando por fin las terminas… viene el famoso “Heartbreak Hill”, que te rompe más que las piernas: te rompe el ego y la comodidad de un ritmo constante. Te saca de tu zona de confort y te hace replantearte de qué estás hecha. Boston es una carrera que no se corre solo con piernas: se corre con el corazón y con mucha cabeza. Tu cuerpo te dice “para”, y tu mente tiene que responder con un “sigue, ya no falta nada”. Esa conversación interna se vuelve constante, cruda, a veces incómoda. Pero ahí, justo ahí, es donde se revela todo lo que este deporte te enseña.
En mi caso fue la lección de una lesión. Tuve tres meses para volver a entrenar después de casi un año lesionada, y eso es un proceso de humildad. Aprendes a escuchar a tu cuerpo de otra forma. A celebrar cada trote suave como una victoria. A no dar por sentado ni un solo paso. Correr en Boston este año ha sido un símbolo de eso para mí; no ha sido mi maratón más rápida, pero es una de las más significativas porque tuve la determinación de pararme en esa línea de partida y cruzarla sabiendo que lo di todo.

Más allá del tiempo, una maratón no solo prueba tu resistencia física. Pone a prueba tus emociones, tu paciencia, tu tolerancia a la frustración y tu capacidad de confiar. Llega un punto en donde vas un kilómetro a la vez, confiando en tu entrenamiento, en tu cuerpo, y en ti. Y cuando estás en esa última recta de los 200 metros reconfirmas que todo ese esfuerzo no fue en vano. La recta final borra cualquier dolor, cualquier incomodidad, y te llena de una energía inexplicable; es como si regresaras al primer kilómetro llena de emoción y lista para dejarlo todo. Cruzar la línea de llegada es más que solo llevarte una medalla; es llevarte una versión de ti que es más fuerte, más valiente y más conectada contigo misma.
Siendo esta mi séptima maratón, puedo decir que cada carrera tiene su historia, y esta no fue la excepción. Boston fue dura, sí. Pero también fue hermosa. Porque me recordó que cada subida y cada bajada, literal, tiene su recompensa. Pocas cosas hay tan poderosas como sentirte viva, retada y orgullosa de ti misma al mismo tiempo. Porque, sí, correr te prueba... y también te transforma. Antes de la carrera estás nerviosa, emocionada, llena de dudas. Durante la carrera, pasas por todos los estados emocionales posibles. Y después… después lloras. O ríes. O las dos cosas.
Entiendes que lo que realmente te mueve no es solo correr: es demostrarte que puedes hacer cosas difíciles, que puedes confiar, y que, sí, puedes volver a pararte sin importar todas las veces que te caigas.
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