Ya estaban pintados los payasos

templados los cables, nudos y lazos.

Al tope de la carpa flameaba la bandera;

el circo llamaba a los niños que fueran.

 

A ver la función de la alegría, del ensueño.

Como la iglesia llama al catecismo…

Cuando la función esperaban, fue el sismo…

todo fue horrendo como un terrible sueño

 

[...]

 

Sigáis caminando niños del Yungay querido,

la función del circo no ha terminado:

nosotros somos como el payaso triste que ha quedado,

de aquel hermoso circo olvidado.

 

La Función del Circo de Adolfo Escudero Ángeles


Por Daniella Sofia Paredes Johnson

Asistente de docencia de Comunicación y Periodismo UPC

Mientras almorzaba, su mirada se perdía en las agujas del reloj que avanzaban sin dar tregua. El plato con tallarines verdes y bistec se le hacía interminable. No era capaz de tragar bocado sin mostrar desesperación por salir de su casa: “Sentía como una necesidad de salir, de irme. Pero es algo que no lo puedo explicar”, recuerda Cotty, quien en aquel entonces era tan solo una niña de 9 años.

—Si estás tan apurada, no vas a ir. Come primero—. Le dijo su mamá al verla más pendiente del reloj que de su plato.

—Pero es que yo quiero irme de una vez—. Le respondió Cotty con una prisa que ni ella misma entendía mientras jugaba con el tenedor.

—El circo empieza a las 3 de la tarde. Come primero—. Pese a la insistencia de su madre, la pequeña dejó el almuerzo a medias.

—Vas a ver que más tarde vas a decir “¿Por qué no comí?”

“Y era cierto,” sigue contando, “porque después me acordé de eso. Y ya no había nada”. No había tallarines, platos, mesas, ni cocinas o casas. No había nada.

Su madre desapareció esa misma tarde. Yungay desapareció esa misma tarde.

Cotty junto a su familia.
Cotty junto a su familia.

***

El viernes 29 de mayo de 1970, el Circo Europeo Berolina se instaló en la amplia explanada sur del Estadio Fernández en Yungay, uno de los pueblos principales del Callejón de Huaylas. Eran dos carpas continuas, adornadas por luces y banderas, que abarcaban la mitad de las instalaciones.

Cotty recuerda el show como si hubiera sido ayer.

La carpa era de colores vivos: verde, rojo, azul y amarillo. Minutos antes de la función, se escuchaba música en los alrededores y, como parte indiscutible de la experiencia circense, había puestos donde los niños podían comprar manzanas acarameladas, algodón de azúcar y “unos dulces riquísimos propios de los circos que no recuerdo cómo se llaman”.

54 años después, Cotty aún recuerda la grata impresión que le causaron los trapecistas y los payasitos pintados que alegraban a todo el público: “Los niños estaban alborotados, felices”.

La llegada de los payasos y los trapecistas al Callejón de Huaylas fue motivo de emoción para todos los niños. Este entusiasmo se tradujo en la iniciativa y gestión de Graciela Ángeles de Olivera, Teniente Alcaldesa de la Municipalidad, para que los dueños del circo donaran numerosas entradas para la función de la tarde del 31 de mayo. Estas fueron destinadas a niños de escasos recursos de la provincia de Yungay.

“Todos esperaban reír con la gracia y ocurrencia de los payasos, admirarse con los trapecistas, los malabaristas, los domadores y las fieras o sorprenderse con los números de magia de los ilusionistas o magos; pero no, no pudieron disfrutar de la función que en unos minutos debía empezar”, cuenta Javier León, sobreviviente del terremoto/aluvión de Yungay, en su libro Fin y principio de un pueblo eterno.

Esa tarde fue el último espectáculo del Circo Europeo Berolina. Esa tarde fue la última para muchos.

***

Cotty no sabía que todo acabaría aquel 31 de mayo, pero su inocencia o su actitud muy de niña la salvaron. Su historia comienza esa mañana.

—Quiero ir al circo otra vez.

—No, porque ya fuiste ayer.

—Pero anda, di que sí, di que sí. Yo tengo plata y no te voy a hacer gastar a ti—. La tía de Cotty le dio una propina de 50 soles cuando fueron a dejarla esa mañana al aeropuerto de Caraz, junto con su papá, César Lagos Arias. De regreso a Yungay, Cotty estaba “fastidie, fastidie como la misma Chilindrina” porque quería volver al circo, pese a que ya había ido a la función del sábado.

Para una niña de 9 años, 50 soles era bastante dinero. La pequeña estaba tan emocionada que sentía que podía invitar a todos sus amigos de la cuadra. Y es ahí cuando su papá se terminó de convencer y le dio el permiso sin saber lo que eso significaría en la vida de su menor hija.

“Esas cosas que a veces uno no entiende que son como... Llamémosle, presentimientos”. 54 años después, Cotty recuerda ese momento con lágrimas en los ojos y con una confusión que la ha acompañado toda su vida ¿Por qué insistí en ir al circo de nuevo? ¿Por qué tuve ese presentimiento?

Ese domingo, las entradas estaban 2x1 y Cotty necesitaba buscar “quórum”. Se cambió y fue a la casa de sus primos para invitarlos. Les tramitó el permiso y consiguió a las tres personas que necesitaba. Ya estaban completos para la función. Antes de ir al estadio, regresó a su casa para alistarse y lavarse y su papá se ofreció a llevarlos en carro: “Estábamos a siete u ocho cuadras de distancia. Para una niña, o para mí, era más lejos que ahora. Por eso nos llevó mi papá y nos compró las entradas”.

Mientras su papá los esperaba en el carro, Cotty corrió a su cuarto, sacó los 50 soles que le había dado su tía y los puso en su bolsillo. La casa en donde vivía estaba llena de jardines y tenía un patio al medio rodeado de cuatro columnas: “No es porque haya sido mi casa, pero era una de las casas más bonitas del pueblo”.

Estaba ubicada cerca a la entonces plaza de Yungay. Tenía un estilo colonial con grandes patios empedrados y balcones adornados por jazmines; corredores anchos de piso rojo; columnas talladas; salas grandes con espejos de pan de oro; estatuas antiguas colocadas estratégicamente para dar un aire de elegancia.

“Así era mi hogar”, dice Cotty entre la nostalgia y la pena. “Allí fui feliz, juguetona y alegre. Viví rodeada del amor infinito de mis padres: César Lago Arias y Martina Bambarén de Lago. Y de mis mascotas: Rinti, un lindo pastor alemán; Michifus y Corbatín, mis gatitos; y Paquito, mi lorito”.

Era una infancia de sueños y Cotty era muy cercana a sus padres. Sin embargo, como todas las niñas, a veces era caprichosa.

Mientras salía, su mamá se asomó hasta la entrada del patio.

—Hijita ¿llevas tu casaca?

—No, no tengo frío.

—No— le dijo —Llévala porque la vas a necesitar—. Y le sonrió de una manera tal que hasta el día de hoy tiene ese recuerdo grabado en la memoria.

Luego de la despedida de su mamá, su papá la llevó al circo junto a sus primos y la señora que los cuidaba, y, antes de irse, les dijo que pasaría a recogerlos a las 5:30 pm. Las bancas de madera se empezaron a llenar y ellos lograron sentarse cerca de la parte central del palco. Era la segunda vez que Cotty iba, pero seguía con la misma emoción de antes. Estaban sentados comiendo dulces y algodón de azúcar antes de que empezara la función.

La calma y la expectativa duraron poco. Cinco minutos para ser más exactos. Mientras esperaban, se sintió un ruido que sacudió a todos: “¡Temblor! ¡Temblor!”, repetían los adultos después de pararse de un salto. Cotty, en su inocencia, pensó que era parte del espectáculo porque, en los fierros que sostenían la carpa, había dos señores ajustando los cables para la función de los trapecistas.

De pronto, las bancas de madera empezaron a saltar, las personas no dejaban de gritar y se veía una especie de humo que salía del piso. “Ahí me di cuenta de que algo realmente muy tétrico estaba pasando”, recuerda Cotty con los ojos cerrados, como si quisiera despertar de una pesadilla que ya vivió.

***

“La mala suerte los persigue desde que fue comprado en Haití”. Ese fue el titular del diario Ojo, 21 días después de la tragedia. El Circo Berolina tenía fama de ser “el Circo Maldito” por sus numerosos problemas desde su salida de Haití, donde fue comprado en 1967 por los hermanos Ferreyros con el nombre original de “Circo Royal Dumbar”, hasta su llegada a Perú.

Según una leyenda que circulaba entre los participantes más antiguos del circo, este había quedado “maldito” hacía muchos años luego de cometerse un crimen dentro de la carpa: se decía que una “bella equilibrista” que hacía su espectáculo a gran altura fue asesinada por su novio, un domador del circo, quien fue impulsado por los celos.

Cuando los empresarios adquirieron el circo, enfrentaron un sinfín de obstáculos con el dictador François Duvalier para sacarlo de Puerto Príncipe. Por ello, tomaron la decisión de traer únicamente al elenco y parte del zoológico. Lo esencial para una función circense.

Para dar inicio a la temporada de fiestas patrias peruanas, y para darle una oportunidad a su negocio, los hermanos compraron una carpa y el nombre Berolina. La primera presentación del circo fue en Lima, durante la temporada de circo de julio de 1967, en un local ubicado en la cuadra 11 de la Avenida Alfonso Ugarte. Pero no fue un lanzamiento exitoso y casi fue el fin del espectáculo.

La llegada de un espectáculo internacional y la gran propaganda que se difundió generaron gran expectativa en la población limeña, al punto que se vendieron tres veces más entradas del aforo permitido. Como la carpa no era capaz de albergar a esa cantidad de personas, los empresarios se vieron atados de manos porque su mala gestión los obligó a devolver el dinero de todas las entradas, pese a la gran acogida del espectáculo por el público limeño.

Como consecuencia, el Circo Europeo Berolina tuvo que pagar una fuerte multa por la sobreventa de entradas. Quebrados por esta deuda, R. y A. Ferreyros se desligaron del circo y este quedó en manos de Zabo Yula e Izsvan Yula, padre e hijo, ambos de nacionalidad húngara.

Con el cambio de dueños también cambió el destino del circo, aunque fuera por un tiempo limitado. La familia Yula le regaló una temporada de prosperidad al circo, el cual recorrió todo el Perú hasta 1970. Su última función fue en la ciudad de Yungay.

***

Cotty se quedó en silencio unos minutos, se reubicó en el presente, se apretó las rodillas con las manos para asegurarse de que todo estaba bien, y volvió al circo para seguir contando:

“Si tratabas de correr, te caías. El movimiento no era ondulante ni horizontal. Era de arriba a abajo”. Los niños corrían entre las bancas y buscaban escapar de la carpa; Cotty y sus primos fueron hacia la entrada principal y se quedaron parados en la subida de tierra mientras veían que la reja por donde tenían que salir se balanceaba como papel, anunciando que se iba a caer.

De un momento a otro, las tejas del techo de las boleterías que sostenían la reja en ambos extremos volaron como naipes al viento y todo colapsó. La reja cayó sobre las personas que estaban en la pendiente de tierra desesperadas por salir de ahí. Solo se veía polvo. Resonaban los gritos de desesperación.

En medio del desastre, Cotty perdió a sus primos y a la señora que los cuidaba y solo atinó a salir por la entrada que tenía frente a ella. “Todo el mundo gritaba, corría para un lado y otro. Yo salí corriendo sobre la reja caída, pisando gente que estaba atrapada y ensangrentada”.

Ya en la calle, la pequeña se vio sola y, de manera instintiva, dobló a la derecha camino a su casa: “¿Cuando te pasa algo, qué es lo primero que buscas como niño? Protección, seguridad. ¿Y a quién vas a buscar? a tus padres”. Pero, conforme avanzaba, Cotty se dio cuenta de que la ciudad que conocía de toda la vida ya no era la misma de antes. Las casas ya no eran casas. Las calles se volvieron más estrechas y se llenaban con agua. Todo era tierra. Ya no quedaba nada del antiguo Yungay. Pero ella no dejó de correr hacia su hogar.

La carrera de Cotty “era un tanto loca”; iba en sentido contrario a todos. La gente salía de la ciudad, mientras que ella se adentraba de nuevo. Todo seguía temblando y se escuchaba un ruido raro. Había una vibración en el piso que hacía pensar que el terremoto no había terminado. Y la pequeña no advertía peligro alguno porque el polvo no la dejaba ver más allá de su siguiente paso. La gente gritaba “¡Aluvión! ¡Aluvión!”, pero, como ella no sabía a qué se referían, siguió corriendo. Ni siquiera se le ocurrió mirar en dirección al Huascarán. Sólo los que estaban en el centro de la ciudad pudieron ver lo que se aproximaba sobre ellos. O eso supone Cotty. Ninguno de los que estaba ahí sobrevivió para contarlo.

“Lo que yo sentía era un ruido, una mezcla de ruidos, como cuando un río está cargado y suena como cuando muelen hielo, o como cuando arrastran cadenas o vidrios. Era una mezcla de sonidos muy fuerte. Y cada vez se sentía más cerca”, recuerda Cotty.

Mientras corría, su pie quedó atrapado entre los escombros de adobe. Los intentos de sacarlo eran inútiles. Y la niña sentía que tenía que salir de ahí lo antes posible. “¿Por qué tenía que apurarme? No sé, pero yo tenía que apurarme”.

***

Lo que Cotty había vivido en el circo se debió a un terremoto que se dio en el océano Pacífico a unos 30km de la costa de Huarmey. El terremoto duró 50 segundos, tuvo una magnitud de 7.7 grados en la escala de Richter, y es considerado, hasta hoy, el más destructor de los últimos tiempos. Pero para muchos yungaínos, era sólo una señal de lo que estaba por venir. Las personas que sobrevivieron al sismo no se habían recuperado del movimiento cuando escucharon otro ruido. Más prolongado, más preocupante.

El terremoto provocó el desprendimiento de, aproximadamente, 5,5 megametros cúbicos de roca de la cara oeste del pico norte del Huascarán; la masa rocosa tenía unos 350 metros de ancho y casi diez veces el volumen del puerto de Sydney, Australia. El aluvión descendió por el valle del río Ranrahirca, acumulando rápidamente toneladas de lodo, agua y piedras. Una parte de los escombros alcanzó la cima de una ladera escarpada del valle. A lo lejos, se veía una secuencia de olas que cubrían Yungay sin piedad alguna.

“Muchos que estaban heridos o atrapados por los escombros de las casas o que no lograron ponerse a salvo, fueron sepultados o arrastrados por el lodo, las rocas y el hielo que se había desprendido del Pico Norte del Huascarán a causa del sismo y avanzó incontenible arrasando todo lo que hallaba a su paso”, nos especificó Cotty.

El aluvión tardó 135 segundos en llegar al pueblo. Tiempo suficiente para arrasar con todo lo que el terremoto no había destruido. El Dr. Louis Lilboutry, director del Laboratorio de Glaciología Alpina con sede en Grenoble en Francia, redactó un informe en el que especificó que el alud llegó a tener una velocidad de 400 km/h y sepultó toda la ciudad bajo 3 metros de lodo. La vida de los yungaínos quedó enterrada para siempre.

“Todo quedó retenido en el tiempo cuando el reloj marcó las 3:23 de la tarde. Así nos cambió la vida. Murió un poco el alma de quienes, irónicamente, nos llamamos sobrevivientes. Volver a hablar de Yungay es rememorar el dolor de un día trágico que nos marcó para siempre”, cuenta Cotty con lágrimas en los ojos.

***

Pocos segundos antes del 3:23, Cotty logró librarse de los escombros y dejó su zapato para seguir con la carrera hacia su casa. Sin saberlo, se dirigía a la boca del lobo. De pronto, se encontró a un muchacho joven, de unos 30 años más o menos. Era alto y vestía una camisa celeste y un pantalón azul.

—¡Cottyta! —le gritó —¿A dónde vas?

—Mi mamá, mi papá. Quiero irme a mi casa —respondió la pequeña entre lágrimas de desesperación y miedo.

—¡No, mamita! ¡Esto es un aluvión! ¡Vámonos!

El joven la cargó entre sus brazos como si fuera un paquete y la llevó en dirección contraria a su casa. Ambos lloraban. “Me ha cargado y me ha hecho regresar lo que yo he corrido con tanto esfuerzo,” explica Cotty. Se sentía frustrada y enojada.

—¡Suéltame! ¡No me quiero ir contigo! ¡Déjame! Yo quiero ir a mi casa —pero el joven no le hacía caso y seguía corriendo.

Avanzaron tres cuadras, la bajó y le dio la mano para que no se quedara atrás. Llegaron nuevamente al circo y subieron una pequeña loma que sobrevive hasta el día de hoy. El ruido se sentía cada vez más cerca, al punto que el joven volteó la cabeza y lo único que atinó a decir fue “¡Dios mío!”.

Cotty también volteó y recuerda que vio cómo un cerro inmenso que arrasaba con todo a su paso: era una masa de tierra, entre marrón y negra, que traía consigo árboles, casas, carros… todo. Ese tsunami de lodo se aproximaba sin parar.

En cuestión de segundos, el joven que seguía dándole la mano a Cotty se dio cuenta de que su huida era inútil. Ya no podían hacer nada: “Él, grande, mayor, habrá medido las consecuencias y habrá dicho “¿Para qué correr?””. Se arrodilló frente a la pequeña, la abrazó con todas sus fuerzas pegándola a su pecho, de manera tal que cubría todo su rostro, y sintieron un aire fuerte, helado.

Las gotas de barro frío cayeron en sus cuerpos y, después de eso, el ruido que sonaba al inicio se desvaneció hasta que todo quedó en completo silencio. “El aluvión pasó por nuestro costado”.

Ambos se pararon y vieron, entre el lodo denso y el silencio aterrador, la carpa de circo que “se iba inflando y desinflando, inflando y desinflando”, llevado al horizonte por el viento. Así, hasta que las franjas rojas, verdes y amarillas iban haciéndose más pequeñas poco a poco. Lo último que vieron fue la banderita de la cima de la carpa, hasta que todo desapareció.

Luego de ver estas imágenes, como si pasaran en cámara lenta, de repente el tiempo se aceleró y el silencio se rompió. Sobrevivientes lloraban y gritaban. El joven miró a Cotty, le cogió la cabeza y le dijo: “Cottyta, ya nada te va a pasar… Yo tengo que ir a ayudar a otras personas. Anda y sigue a los adultos”.

Esa fue la primera y última vez que Cotty vio a ese joven desconocido.

“Yo no sé si se fue a la derecha, a la izquierda, si regresó a Yungay… no lo sé. Pero nunca jamás lo volví a ver. No sé su nombre. Sólo sé que él no era un extraño, porque me llamó por mi nombre. Pero en el campamento, en los días posteriores al sismo, lo busqué, porque pensé que estaba ahí. Y todos los que nos salvamos estábamos ahí. Pero él nunca estuvo ahí. Sin él yo hubiera muerto”.

Dentro de la tragedia, también ocurren los milagros. O por lo menos Cotty está convencida de eso. Hasta el día de hoy no sabe quién fue el hombre que la salvó, ni tampoco por qué sabía su nombre. Le extraña cómo iba vestido: “los domingos, las personas de la ciudad acostumbraban ir al campo y despojarse de la ropa de trabajo, pero él estaba muy bien vestido”. A veces piensa que pudo ser un ángel que se transformó en humano para salvar a quienes pudiera. O quizás solo a ella. “He pensado tanto, se habla de los ángeles, que ellos toman diferentes fisonomías para presentarse. ¿Qué dijo Jesús? ‘Mi reino no es de este mundo’. Definitivamente, si él no fue hijo de Dios, fue un ser extraordinario que a lo largo de más de dos mil años no se ha repetido.”

***

Cotty se salvó porque insistió en volver al circo; muchos otros niños sobrevivieron por la misma razón.

Ciro de la Torre, un niño de tan solo 12 años en aquel entonces, también vivió el terremoto dentro de la carpa: “Cuando ocurrió el sismo, estaba en el circo, no me daba cuenta de nada hasta que la gente corría y gritaba. Yo miraba hacia las jaulas, pensé que se había escapado alguno de los animales. No tenía miedo, pues los animales eran mis amigos, no me iban a hacer nada. Pero el enemigo era la tierra que temblaba y rugía sin parar”.

Los integrantes del circo fueron parte fundamental para luchar en contra de este enemigo y salvar la vida de los niños que habían asistido ese día al espectáculo circense. “Tony” Armando Peña Figueroa, más conocido en el mundo artístico como el payaso “Cucharita”, era un salvadoreño de 26 años que se encontraba en la puerta del circo cuando empezó el terremoto.

“Cucharita” y otros integrantes del circo corrieron hacia la carpa y empezaron a cargar a los niños hacia afuera. “De repente, la gente empezó a gritar: “¡Se viene el huaico! ¡Se viene el huaico!”. Todos empezaron a correr. La mayoría se dirigía a un cerro que está ubicado en las afueras de la ciudad, al lado del lugar en donde instalamos la carpa. Pero otros se dirigieron hacia la Plaza de Armas, que también estaba en un lugar algo elevado”.

Mientras todos corrían en diferentes direcciones para buscar refugio, “Cucharita” seguía rescatando niños: “Finalmente, me dirigí hacia el cerro. Me di cuenta de que el cielo se había puesto muy oscuro, casi como si fuera de noche. Entonces, contemplé la escena más horrible que he visto en mi vida: Una masa oscura, una verdadera pared de lodo, avanzó rápidamente sobre la ciudad, barriendo todo”.

Todos miraban esta escena con horror; algunos lloraban, otros estaban de rodillas rezando entre sollozos. Hasta que el aluvión llegó a donde estaba la carpa: “Todo, la carpa, los camiones, los camerinos, desaparecieron tragados por el barro. La masa siguió elevándose, extendiéndose, y por un momento creí que iba a alcanzarnos. Me encomendé a Dios”.

Pero el aluvión no los alcanzó. El miedo se apoderó de todos y nadie se atrevía a bajar. “Simplemente no había nada. Solo barro por todas partes. Ese fue el peor momento para mí. Las piernas me flaquearon y no pude evitar las lágrimas. Hicimos todo lo que pudimos para auxiliar a los heridos”.

“Bien me dijo un amigo: “No entres a trabajar en ese circo, es un circo maldito”. Pero, a decir verdad, si no hubiera sido por el circo Berolina, muchos niños hubieran muerto junto con sus familias. Así como dijo el dueño de la carpa: “su mala suerte ha quedado sepultada bajo toneladas de lodo”.

***

Cotty recuerda cómo fueron los días después de la tragedia: el día parecía noche, el cielo era polvo, todos lloraban y gritaban, la tierra aún se movía. Y no tenían cómo escapar.

La pequeña estaba sola; había perdido a su familia en cuestión de segundos. La primera noche fue eterna: temblor, tras temblor, tras temblor. Uno más fuerte que el otro. Era como si la tierra quisiera volver a acomodarse. Y, en medio de la oscuridad, se escuchaban ladridos de perros y gritos de auxilio. Parecía el fin del mundo.

No tenían agua ni comida; sólo podían tomar agua sucia y, en vez de saliva en la boca, tenían tierra. Todos tosían y se ahogaban por la cantidad de polvo que inundaba el aire: “La única agua que venía era un agua turbia, del lodo. Y yo la tomé, porque si no la tomaba me ahogaba. No me pasó nada”.

Para su buena suerte, un señor se percató que ella estaba sin su familia y la acogió como si fuera una de sus siete hijos. Todos los pequeños se abrazaron y se cubrieron con una parca de choclo a falta de frazadas, mientras el papá y la mamá los cuidaban.

Al día siguiente, el señor se dio cuenta que Cotty cojeaba: su pie tenía heridas y cortes de vidrios.

“A ver niñita… vas a ser muy macha. Ven acá”. Fueron a la acequia y le lavaron el pie con el agua sucia. Luego, trajo unas hierbas, las lavó, las chancó con una piedra, le quitó la media de un solo tirón, le sacó las espinas y los vidrios del pie, untó el preparado de hierbas en las heridas y lo envolvió con su pañuelo.

“Te vas a quedar acá sentadita”. La familia se fue a su casa, sólo parcialmente dañada por el terremoto, y trajeron frazadas, chompas y unas zapatillas para la pequeña Cotty. “Toma este palito y toma estas zapatillas, y vas a seguir caminando porque hay que ir más arriba”.

Fueron rumbo a la casa del primo del papá en busca de bebidas y alimentos. Cuando llegaron, el señor bajó una jarrita con leche de vaca y un pan para cada uno. A Cotty no le gustaba la leche de vaca, ella siempre tomaba leche Gloria. Pero ese día no tenía opción.

De pronto, escuchó que el primo del papá le dice:

—¡Niñita! ¡Tú eres la hijita de Don César Lagos! Él conocía a mi papá ¡Quédate conmigo, niña! Vamos a mi casa porque yo conozco a tus hermanos.

Y, sin tiempo de responder, interrumpió el señor que le había curado el pie a Cotty:

—No, ella está con nosotros. Y nosotros vamos a entregarla cuando venga su familia. Pero no se la puedo dar a otra persona —y la pequeña tampoco quería quedarse con un desconocido.

***

“Se salvaron porque estaban en el circo o en el campo, jugando”. Ese fue el titular del diario Ojo el 28 de junio de 1970, casi un mes después de la tragedia. La inocencia de los niños, en muchos casos, los salvó de morir a causa del terremoto y del aluvión, pero también los dejó sin sus familias.

La destrucción de la ciudad de Yungay fue total. La falta de datos censales no permite conocer con precisión las cifras de fallecidos y sobrevivientes, pero los estimados ayudan a entender la magnitud de este desastre natural que sepultó una ciudad entera en menos de 4 minutos.

Según “Cataclysm in Perú”, Yungay tenía entre 18 mil y 20 mil habitantes (25 mil considerando alrededores). En la ciudad, sobrevivieron, aproximadamente, 400 personas (3 mil sobrevivientes entre el campo y el centro).

Así resume Javier León en su libro: “Muy pocos lograron salvarse. La mayoría de los sobrevivientes quedaron solos, casi no hubo familia que haya sobrevivido completa, todos perdieron a alguien, ya sea sus padres, ya a sus hermanos, a sus tíos, a sus abuelos, a sus amigos, en fin, a alguien a quien se amaba; quedaron muchos niños sin padres, padres sin hijos, viudas y viudos, para llorar por todos sus muertos”.

La tragedia le dio la vuelta al mundo e impactó a los periodistas que cubrieron la noticia. George Natanson, reportero de la Columbia Broadcasting System (CBS) Nueva York, escribió “¿Qué razón hubo para que 50 mil inocentes murieran en menos de un minuto? ¿Dónde está la justicia? Esto no tiene ninguna pequeña razón. Yo vi a un niño gritando: “¡papá, papá!, ¿dónde estás papá?”; ¡pobrecito! cinco o seis años..., eso explica la magnitud de la tragedia...“.

No solo los periodistas quedaron impresionados, sino también personas con entrenamiento militar, como Robert Brigtler, coronel del Ejército Norteamericano: “Después de visitar la zona del Callejón de Huaylas, dijo: que cuadros semejantes de destrucción, sólo he visto en Hiroshima después de la explosión de la bomba atómica”. Muchos de los cientos de personas que fueron a ayudar con el rescate quedaron traumatizados por lo que vieron. El terremoto marcó a toda una generación de testigos.

***

“El terremoto fue el 31 de mayo y yo llegué a Lima el 10 de junio”. La familia de Cotty tenía influencia en la Fuerza Área y eso fue clave para que ella pudiera salir de aquel panorama apocalíptico. Conforme pasaban los días, los sobrevivientes escuchaban el ruido de los helicópteros y de los aviones que sobrevolaban Yungay; pero era imposible verlos por todo el polvo que cubría lo que quedaba de la ciudad. Mientras las personas esperaban ser rescatadas, uno de los hermanos de Cotty estaba tramitando su ida a Yungay para sacar a su hermana pequeña de ahí.

Eduardo era uno de los hermanos mayores de Cotty; lo conocían como Waldo. Él estaba en Chimbote cuando ocurrió la tragedia y le pidió el favor a un conocido en la Fuerza Aérea para que lo llevara hasta Yungay.

— No te puedo llevar así yo quisiera. Tendrías que ser parte de la tripulación porque lo que queremos es más bien sacar gente y no llevar.

Waldo no dejó de insistir hasta que le dieron una bolsa con un uniforme de la FAP.

— Mañana estás acá a las 6 de la mañana ¿ya? Te llevaremos como parte de la tripulación hasta Moro. Es lo más que te podemos acercar al pueblo sepultado.

El helicóptero aterrizó en un descampado y dejó a Eduardo; le esperaban 2 días de viaje caminando.

Mientras él iba al encuentro de Cotty, ella estaba cerca de la zona de rescate donde llegaban los helicópteros para dejar ayuda. En medio de la multitud, vio a uno de sus primos mayores y se metió entre la gente: “¡Gallo! ¡Gallito! ¡Gallito!”. Su primo la vio y corrió para abrazarla. “Cuando lo miré, sentía más seguridad porque era alguien de la familia”.

— ¿Tu mamá? ¿Tu papá? —le preguntó su primo entre llantos.

— No sé, no están. No hay nadie.

En ese momento, Cotty se despidió de la familia que la cuido durante los días posteriores a la tragedia y se quedó con su primo. No sabía que estaba a pocas horas de ver a su hermano Waldo. Pasaron algunos días hasta que llegó: tenía un aspecto cansado, las zapatillas rotas por la ardua caminata y la voz ronca por la escasez de agua.

El encuentro fue, por demás, emotivo y triste a la vez. “Él ya tenía esa ilusión de que alguien de nosotros vivía, y pensaría, ‘si vive mi hermana, de hecho está mi papá o mi mamá’. Porque yo no andaba sola, siempre estaba con ellos”. Cotty se veía obligada a contarle a su hermano mayor que era la única sobreviviente. Así los dos hermanos se reencontraron para despedirse de lo que en algún momento fue su hogar. Para despedirse de sus padres. Para empezar una vida nueva.

***

Ese 31 de mayo sigue siendo un recuerdo nítido para Cotty, pese a que ya son más de 50 años desde la tragedia. Y, así como las cicatrices aún le duelen cuando recuerda todo lo que perdió, también encuentra refugio en aquello que ganó.

Hace un año, Cotty se reencontró con un recuerdo “grato” de aquel momento que marcó su vida. Fue un nuevo capítulo en su historia de sobrevivencia. Eran casi las 11 de la noche, abrió su laptop y entró a Facebook para revisar sus mensajes: “A usted se le perdió el zapato”, leyó en uno de los chats. Se sobó los ojos. No podía ser. “Si es usted, quisiera, por favor, que se comunique conmigo. Mi abuelo contaba la historia del zapatito, de la niña del zapatito. Se la contó a tres generaciones, entre ellas a la mía. Él le curó el pie a la niña que perdió su zapatito. Era mi abuelo, el Sr. Solano”.

Francisco Solano Figueroa: el señor que adoptó a Cotty en medio del caos, la curó, le dio zapatos, ropa, y comida. Y, sobre todo, hogar en medio de la soledad. Ella nunca supo quién era ni dónde podía ubicarlo. Era un compromiso consigo misma que tenía pendiente, hasta que llegó ese mensaje.

“¡Sí! ¡Soy yo!”, le respondió Cotty, “¿Cómo sabes la historia?”

Cada 31 de mayo, se hace una conmemoración del terremoto-aluvión en el nuevo Yungay; exactamente en la Casa de la Cultura, dirigida por Javier León, otro sobreviviente de la tragedia y el autor de varios libros sobre el tema que se dedica a rescatar lo que queda del antiguo Yungay. En uno de estos encuentros, Cotty asistió para dar testimonio de cómo fue vivir y sobrevivir esa experiencia que pocos pueden contar de primera mano. Y, entre el público, estaban las nietas del Sr. Solano. “Sería mucha coincidencia que sea ella ¿no?”, se decían entre todas. Hasta que una de ellas decidió escribirle a Cotty.

Cuando ocurrió todo, Cotty era una niña abrumada por el trauma. No recordaba el nombre de los miembros de la familia que la acogieron, y menos sus apellidos. Esa fue una gran incógnita que tuvo a lo largo de los años: “Siempre me decía “¿Qué será de esa familia?”, y ellos también se preguntaban “¿Qué será de Cottyta? ¿De esa niñita que vivía con nosotros?”

Cuando las nietas del Sr. Solano preguntaron por Cottyta en la Casa de la Cultura, no obtuvieron respuesta porque no existía ese nombre registrado entre los sobrevivientes. “Cottyta” estaba registrada como Elisabeth Clotilde Lagos Bambarén, su nombre completo de bautizo.

Cotty se puso de acuerdo con la hija del Sr. Solano en Lima para encontrarse cara a cara. Se conocieron personalmente por primera vez en octubre del 2023. Conversaron gratamente y Cotty se enteró de que el señor ya había fallecido, pero su esposa aún estaba viva. Era bastante mayor, tenía alrededor de 95 años, y era casi imposible que saliera de Yungay. Por lo que Cotty decidió ir a visitarla y no quería perder más tiempo.

El 8 de diciembre fue el reencuentro, apenas seis semanas después de la reunión virtual. Cotty le llevó unos zapatos a modo de agradecimiento a la esposa del Sr. Solano; le quería regresar aquello que le habían dado 50 años atrás. Era una forma de cerrar el círculo, una forma de unir el pasado con el presente y saldar la deuda que tuvo por tantos años. También le llevó una vitrina de la Inmaculada Concepción por ser ese también su día.

Cuando le dijeron a la Sra. Solano que Cottyta iría a visitarla, se mostró un poco incrédula: “¿Qué va a ser? Ni siquiera debe estar viva”. Y sus hijas le decían: “Mamá, si tú vives ¿Cómo no va a vivir ella?”. Y desde ese momento esperó ansiosa para volver a verla. Cotty cuenta que ese día que ella llegó era la primera comunión de su nieto, pero ella no quería moverse de la casa antes de ver a la pequeña que habían adoptado años atrás: “Vayan ustedes. Yo me voy a quedar para esperar”.

Pero, lo que no sabía la señora era que Cotty les daría el alcance en la iglesia. De repente apareció su figura entre la congregación. Los hijos de la señora le preguntaron:

 — ¿Sabes quién es ella?

— ¡Sí! Claro. Es Cottyta. Cottyta estuvo con nosotros…

Con el reencuentro las dos mujeres viajaron en el tiempo y volvieron al pasado, llegando hasta aquellos días donde muchos perdieron todo. Pero también les recordó la bondad entre la desgracia. Cotty perdió a su familia ese día, pero ganó otra que, hasta el día de hoy, la conocen como “hija” y “hermanita”.

Hablar de Yungay aún le duele a Cotty. Recordar lo que pasó es abrir una herida que nunca se cerró. “Es difícil, no se entiende lo que vivimos. Pueden decirnos “Oye, pero han pasado 50 años”. 50 años pueden ser muchos o pocos. Pero en esta situación… no son muchos”. Los lazos sociales que se formaron después del cataclismo, cuando los sobrevivientes niños del circo se encontraban en altos estados de vulnerabilidad, quizás sean más fuertes que el tiempo.

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