
El siguiente es un fragmento de la carta que le escribí a Mario la semana en que me enteré de que había sido aceptada en la Universidad de Oxford. Le escribí esa carta para celebrarlo, y hoy escribo estas líneas para despedirlo. No lo olvidaremos. Me disculpo si el fervor, la ligera presunción y, sobre todo, mi más sincera admiración resulta un tanto empalagosos.
Estimado señor Vargas Llosa:
Estar a una carta de distancia resulta aterrador. He esperado muchísimo tiempo para confesarle que quiero ser escritora. No, me corrijo. Envalentonada por la adrenalina que supone escribirle a tu autor favorito, me atrevo a afirmar que yo voy a ser escritora. Esta convicción no representa ningún desplante de vanidad, tan solo el latido insobornable de este anhelo. Sospecho que al asumir esta vocación me estoy complicando la existencia –condenándome a revuelcos estrepitosos, ajustes de cuentas con las palabras– pero no dudo de que también la he enriquecido. Y es usted, señor Vargas Llosa, el culpable de verme enredada en este torbellino.
Acabo de cumplir 18 años; dato decorativo y banal porque nunca he sentido que el número que cumplo me corresponde. Pero al menos sirve para ilustrar que ya llevo un tiempo arrastrando el vicio. Y como todos los vicios, tiene enemigos mortales. Cuando a los 14 años me preguntaron qué quería ser cuando fuera grande, cometí la indiscreción de decir la verdad. Poeta, contesté sin titubear ante los ojos alarmados de mi familia, que me observaban como si de repente iba a comenzar a caminar en verso y hablar recitando. Aunque eventualmente truqué el verso por la prosa, se dieron cuenta de que era inútil curarme porque lo contraje de manera irrevocable. Incluso, ahora mi papá lo celebra; dice que si no se me hubiera dado por la pluma estaría en aprietos porque vocalizo tan mal que tratar de entender lo que digo es como completar un crucigrama: tienes que recoger letra por letra hasta que hayas coleccionado las suficientes para luego formar una conjetura que llene los silencios o los cuadrados en blanco. Yo pienso que exagera y si algún día tengo la suerte de tomar un café con usted, podrá comprobar que soy una perfecta interlocutora.
Bueno, hago todo este preámbulo con la intención de que el propósito de esta carta, que es darle mis más sinceras gracias, se cumpla, haciéndole justicia al tamaño de mi agradecimiento. Decir que lo admiro sería injusto. No pretendo abrumarlo y mucho menos adularlo, pero usted es mi Flaubert, mi Faulkner. Sus libros, en términos simples y un tanto tópicos, me han cambiado la vida. Sin sus libros jamás me hubieran aceptado en la Universidad de Oxford (me temo que al lado del Nobel cualquier otro logro aparece un poco caricaturesco) para seguir embarrándome de ese vicio que, como usted dijo alguna vez, se acrecienta con los años.
Muchísimas gracias y espero algún día escribir algo que lo conmueva. Flavia.