
Empezamos esta semana con la terrible noticia del asesinato de 13 trabajadores contratistas de la minera Poderosa, secuestrados el 26 de abril pasado. Como se ha recordado, ya van 39 trabajadores asesinados en Pataz por organizaciones criminales.
Este caso desnuda cruelmente las falencias del Estado y de las políticas de combate a la criminalidad organizada de este gobierno. En primer lugar, llama la atención el atrevimiento de los criminales, capaces de perpetrar una masacre de este tipo, en pleno Estado de emergencia, sabiendo que despertará la indignación del país y al menos un intento de respuesta del gobierno. Parecen estar muy seguros de poder actual con total impunidad, y actúan de manera desafiante.
También llama la atención la clamorosa ineficacia del Estado, dadas las características del enemigo que se tiene al frente. A estas alturas, la explotación ilegal del oro genera utilidades que parecen superar incluso a las del narcotráfico. El problema es muy grande como para que pase desapercibido, y además tiene una especial concentración en algunas provincias de Cajamarca y La Libertad, como Pataz. Dada su naturaleza, se trata de una actividad bastante visible, a lo largo de toda la cadena de su actividad: el mineral se extrae de bocaminas que la minera Poderosa afirma que están plenamente identificadas y georreferenciadas. Operarlas requiere movilizar grandes cantidades de explosivos y otros insumos, manejar polvorines, así como maquinaria pesada, que implican niveles de financiamiento importantes, que dejan rastros detectables. Luego, el mineral tiene que ser transportado por grandes camiones, que luego llegan a plantas de procesamiento y comercialización. En todo este camino aparecen empresas y personas naturales identificables, que dejan operaciones sospechosas y niveles de consumo conspicuos.
Ahora, también es cierto que, para añadir mayor complejidad al problema, la economía ilegal e informal del oro tiene una gran dimensión social. Se trata de una fuente de empleo y de recursos para un sector relevante de la población. Esto implica que enfrentar el problema colisiona no solo con las organizaciones criminales, también con una base de trabajadores. Esto a su vez hace que autoridades y políticos busquen ganar popularidad entre esa base, cuando no beneficiarse directamente del financiamiento que pueden recibir de las actividades ilegales e informales (lo que explica a su vez la continuidad de políticas como las del registro de formalización minera, que resulta obvio que es solo una manera de postergar el enfrentamiento del problema de fondo).
Siendo las cosas así, vemos que en toda la cadena la intervención estatal está plagada de errores y limitaciones. La policía no cuenta con recursos suficientes para intervenir sobre las bocaminas identificadas; cuando lo hace, problemas de coordinación con el Ministerio Público dificultan su eficacia. Los gobiernos locales y regionales resultan muy débiles para poder ejercer acciones significativas. El control y la fiscalización sobre la compra y uso de insumos y maquinaria es muy débil, así como sobre el traslado del mineral y su procesamiento. Acá tampoco intervienen la Sunat, la Unidad de Inteligencia Financiera y otras instancias. Y el Congreso además legisla en favor de la continuidad de actividades informales que sirven de cobertura para la acción de organizaciones criminales. Hasta el momento, las reacciones gubernamentales resultan superficiales e insuficientes. Esperemos que esta masacre marque un punto de inflexión.