
El debate sobre la nueva ley de asociaciones público-privadas (APP), aprobada por insistencia por el Congreso, desestimando como de costumbre las observaciones del Gobierno, se ha centrado en aspectos procedimentales, pero no ha abordado la cuestión de fondo. Lo que este economista habría esperado de la ley es una delimitación de las APP y sus hermanos menores, los “proyectos en activos”, al tipo de proyectos que difícilmente surgen de la iniciativa privada.
Es una paradoja que, cuando se habla de inversión privada, la mirada se dirija casi instintivamente a las APP y se exija medidas para “sacar” y “destrabar” más y más proyectos. La paradoja estriba en que, si bien es el sector privado el que los construye y los financia, son proyectos formulados por el Estado. Esto quiere decir que es el Estado el que decide no solamente el tipo y la escala del proyecto, sino las condiciones generales del servicio y las tarifas. Todo lo que demostradamente es mejor que sea decidido por el sector privado, que tiene mejores incentivos para identificar las necesidades del público y minimizar los errores de cálculo.
Hay, sin duda, proyectos cuya lógica no es estrictamente comercial, como puede ser una carretera por aquí o una planta de tratamiento de agua por allá (pero que, aun así, deberían someterse a un análisis costo-beneficio para ver si se justifica el uso de recursos que podrían destinarse a otros fines). Otros, como la construcción de centrales de generación eléctrica de todo tipo o de puertos, que operan en mercados competitivos, deberían salir del ámbito del estado. La iniciativa privada es o debería ser libre, con todo lo que eso significa, para identificarlos, formularlos y ejecutarlos.
Lo mismo puede decirse de los proyectos en activos, que son proyectos ejecutados en inmuebles pertenecientes a los distintos niveles de gobierno (nacional, regional o local). Los inmuebles se entregan a un inversionista privado, pero no para que el inversionista decida qué hacer con ellos, sino para levantar ahí un parque industrial o un malecón turístico y gastronómico concebido por alguna autoridad. Sería preferible que las autoridades simplemente vendieran los inmuebles y dejaran que los nuevos propietarios vean cuál es el mejor uso que se les puede dar. No hay manera más segura (o menos incierta) de maximizar el valor de esos activos, que es el objetivo que como país deberíamos perseguir.