
Este gobierno tiene 2% de aprobación. Todos lo sabemos. Pero hoy no quiero hablar del gobierno. Quiero hablar del Estado. O mejor dicho: de esa parte del Estado que no se cambia cada cinco años, que no hace campaña, que no gira por medios ni sale en las encuestas.
A fuerza de escándalo tras escándalo, el aparato estatal ha quedado reducido a una caricatura: el favorcito, la planilla inflada, el contrato al hermano y al primo y al hijo del concuñado. Y sí, eso existe. Pero también está la otra cara de la moneda. Hay profesionales en el Estado que conocen su sector mejor que cualquier ministro de paso. No están ahí por lealtades políticas, sino porque son valiosos y difíciles de reemplazar.
No hablamos mucho de ellos. Tal vez porque no sabemos muy bien cómo hacerlo. Reconocer que hay gente valiosa en el Estado puede resultar incómodo: parece una defensa del sistema o una ingenuidad. Como si hablar de quienes hacen bien su trabajo fuera lo mismo que decir que todo funciona bien.
No funciona bien. Pero hay quienes evitan que funcione aún peor.
Conozco a personas brillantes que han dedicado su vida al servicio público; también a gente joven e increíblemente capaz que –pese al desencanto general y las condiciones ingratas– ha apostado por meterse ahí. Algunos de los mejores cuadros técnicos que he conocido no están en grandes empresas. Están en el Estado, sin reflectores ni aplausos. Esos cuadros son los que vale la pena retener, cuidar y –sobre todo– multiplicar.
El servicio civil muestra un “envejecimiento gradual pero inexorable”, según Servir (2024), casi la mitad de la planilla pública tiene entre 45 y 64 años; solo el 11% tiene menos de 29. La experiencia importa muchísimo. Pero si no empezamos a renovar, a formar, a atraer gente joven con ambición y vocación genuina, el riesgo no es solo perder eficiencia. Si cada vez menos jóvenes con talento apuestan por trabajar en el sector público, no solo envejecerá la planilla, sino también el aparato estatal mismo. Y aunque no es un fenómeno exclusivo del Perú, el reto de asumirlo sigue siendo nuestro.
Este no es solo un tema estatal. El sector privado no camina sin un aparato público que funcione. Sin una gestión pública dinámica, robusta, que dé la talla, ni la inversión ni el crecimiento nos sonreirán.
¿Quién se está animando a entrar? ¿Quién se está quedando? ¿Cómo hacemos para que alguien joven, brillante, con vocación, no vea al Estado como la cueva del cíclope, ese lugar al que solo entra el que está dispuesto a no salir intacto?
Porque si no entran ellos, ¿quién?