Santiago Bedoya

Ha muerto el Sumo Pontífice. Su Santidad, el Papa Francisco, bautizado , murió este 21 de abril a los 88 años. Hace poco más de una semana, el mundo despidió a otro hombre de talla universal, el escritor , muerto en Lima el 13 de abril, a los 89 años.

Ambos hombres nacieron en 1936, y serían ambos hijos de su tiempo, claro, guardando las distancias de sus siempre muy propias idiosincrasias. Nacieron en un mundo donde la Primera Guerra Mundial, tal y como la conocemos hoy en día, era conocida solamente como la Gran Guerra. La televisión a color era todavía un invento reciente, que no sería realmente comercializado sino hasta varios años más tarde. El Perú era todavía una economía gamonal, y la Misa Tridentina era la norma. Hoy, casi 90 años más tarde, estos preceptos, considerados pétreos cuando a ambos hombres los caracterizaba la vulnerabilidad de los pañales y demás parafernalia de la más tierna infancia, han sido, para bien o para mal, condenados al pasado, condenados al olvido.

El dantesco caos de América Latina formaría sus visiones del mundo.

Para el Papa, los horrores del Proceso de Reorganización Nacional de Videla en la Argentina lo harían habitar para siempre un limbo en la corte de la opinión pública. Hay quienes defienden a quien en aquel momento era solamente el Padre Jorge, y quienes le reprocharían por décadas la injusta acusación de “no haber hecho lo suficiente”. Los más revoltosos optaron siempre por verlo como un aliado sutil y sigiloso de los abusos de Videla, Viola, y demás miembros de su tropa de innombrables, mientras que los más autoritarios lo decidieron pintar como una quinta columna cómplice de un supuesto complot subversivo, un Ángel de la Guarda para los enemigos que el Proceso veía hasta en la sopa. A mi entender, la labor humanitaria que llevo a cabo el Papa hasta su último día en la tierra da una sola y contundente respuesta.

Vargas Llosa, como muchos intelectuales jóvenes en una América Latina plagada por la miseria desde aparentemente siempre, se fascinaría con la promesa revolucionaria del Castrismo cubano. La fascinación, como bien se sabe, no duraría. El joven Mario, encantado alguna vez por la supuesta liberación pregonada por Fidel, iría desarrollando con los años una loable aversión a la perversión del juego democrático. Dicha aversión, sin embargo, nunca fue un juego fácil de jugar, en especial en el Perú. En su país, Don Mario siempre intentaría apostar por el candidato de credenciales democráticas menos cuestionables, inclusive si esto llevo a que amigos, aliados y hasta lectores lo abandonasen tras rehusarse a darle el visto bueno al proyecto transparentemente autoritario encarnado por el profesor chotano Pedro Castillo en 2021.

Desde sus respectivos puestos de batalla, sea el púlpito o la página, ambos buscaron plasmar en la realidad lo que esta misma, hace ya tantos años, plasmó en ellos. Ambos vieron en sus propias y sanas obsesiones valores preciosos por virtud de su desafortunada escasez. Para el Papa fue hacer lema de vida el amor al prójimo. Para el escribidor, fue la libertad como valor máximo de la experiencia humana.

Ambos hombres mueren en 2025, habiendo labrado nuestros tiempos desde esas idiosincrasias tan propias, idiosincrasias alimentadas por experiencias elementales que actúan como reflejos tan perfectos de las realidades históricas y culturales de nuestra América que parecerían ser ambos sacados del más mágico de los realismos. Mueren en un mundo donde es el exceso de información, no su falta, que aqueja nuestras mentes ya tan acostumbradas al estimulo infinito.

Dejan atrás un mundo ligeramente más justo, ligeramente más sano, un mundo al que en vida le agregaron una riqueza tal que hace que sus muertes logren lo que pocas muertes públicas tienden realmente lograr, un sentido de pérdida de católica literalidad – un sentido de pérdida universal.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Santiago Bedoya es politólogo del Centro Wiñaq

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