Enrique Planas

De niño, quería ser taxista. No imaginaba un empleo más divertido que moverse por la ciudad, manejando un auto y que encima le pagaran por ello. Por ello, una novela como “Mamita” o la previa “Treinta kilómetros a la medianoche” apelan a una larga conversación entre hombres; un narrador y su chofer temporal, al interior de un auto que sirve de vehículo del diálogo. La cabina les permite aislarse de la realidad y a la vez dar cuenta de ella, mientras la ciudad espera que estacionen.

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A manera de un autorretrato, en estas ficciones el escritor construye un alterego muy cercano, que le permite compartir reflexiones y preocupaciones muy propias. Apela a historias y anécdotas personales; cita personajes que, quienes conocemos al autor, reconocemos de inmediato con atenta complicidad. En “Mamita”, Rodríguez desarrolla la historia de su legendario abuelo, empresario amazónico, su abuela y el idealizado vínculo materno. Un proyecto que Rodríguez tenía en mente una década atrás. Así, tras una serie de intentos, lo que ha conseguido el autor es un libro entrañable sobre el afecto familiar, pero también la demostración de que el acto de escribir es un fracaso permanente. La certeza de que no escribiremos nunca el libro que queremos, sino el que, buenamente, podemos. “De hecho, este libro es fruto de un fracaso. Hace 10 años, terminé un ejercicio de novela que no me satisfizo y lo abandoné pensando, algún día, pagar esa deuda. Cuando terminó la gira del premio Alfaguara por “Cien Cuyes”, pensó en retomar aquel proyecto, con la sensación de quien vuelve al lugar de un naufragio para recoger los restos de la nave perdida.

-¿Por qué te resultaba tan difícil escribir sobre tu abuelo?

Porque estuvo exageradamente mitificado en mi familia. Los recuerdos más antiguos que conservo de mi abuela materna son las historias que ella me contaba de su marido, en las noches oscuras en Trujillo, cuando tenía 4 años. Decía que mi abuelo era el hombre más inteligente, porque sabía cuánto pesaba la tierra. Era alguien a quien admirar, ¿no? Mi abuelo estaba tan mitificado que, cuando fui atando cabos y echando números, descubrí lo injusta que fue la vida de mi abuela con relación a la que tuvo mi abuelo, las inequidades tremendas y del racismo en esa época, así como el posible origen de la fortuna de mi abuelo. La colisión entre el mito y lo que yo desenterraba me dio miedo; no quería faltarle el respeto al cariño que mi madre y mi abuela siempre tuvieron por este hombre; y eso me paralizó. Mi primer intento fue una novela histórica, pero no era lo mío. Soy muy perezoso para investigar en documentos. Entendí que lo mío es la historia doméstica, la historia de los afectos. Al asumirlo, pude cumplir con ese pendiente.

Portada del libro "Mamita" de Gustavo Rodríguez.
Portada del libro "Mamita" de Gustavo Rodríguez.

-El argumento central de la novela tiene que ver con un escritor que, como gesto de amor, escribe la historia del abuelo para regalarla a su madre. Pero se encuentra con un personaje menos noble. ¿Cuán conflictivo resulta ese hallazgo?

Aquellos familiares que uno cree conocer siempre terminan dándonos sorpresas; no puedes hacer un personaje atractivo si está mitificado, para el bien o para el mal. A la dificultad para plasmarlo se suma la fascinación que generaba ese contraste. Y en ese sentido, la vida me regaló el personaje perfecto para hacer literatura. Con desparpajo, me pude dar el lujo de colocar mis dudas como parte de la trama. Y me alegro mucho de haberlo hecho: la duda está muy subvalorada en nuestros tiempos. Hoy pareciera que debes tener todas las respuestas; la frase perfecta para el momento. Y no es así, pues. Bienvenida sea la duda.

-Te robo la pregunta que se hace el narrador del libro: ¿Es la vida una novela que se plagia a sí misma?

Yo intento que sea así. Al menos a mí me conviene porque me facilita el trabajo.

-¿Cómo así?

Porque tu trabajo literario siempre está vinculado a la vida cercana, al recuerdo inmediato, a la vida doméstica. Pero claro, en algunas novelas esto se maquilla muchísimo más. El argumento en “Cien cuyes” está muy maquillado con respecto a mis vivencias personales. Pero en libros como “Treinta kilómetros a la medianoche” y “Mamita” decidí ser más abierto con esta literatura del yo. Me sentí muy cómodo con ese narrador. He llegado a una edad en la que no me importa impresionar a nadie.

-La conversación entre Hitler, el chofer, y el escritor protagonista es una oportunidad para trabajar un tema importante en tu trabajo: el clasismo que replicamos de forma inconsciente.

Cuando a mí me dicen: “qué bueno que eres feminista”; yo inmediatamente huyo de la frase; asumo que soy un machista que procura darsecuenta de la tradición que lleva a cuestas. Me parece que es una manera más sana de discutir las taras que tenemos como sociedad.

-Un machista en permanente proceso de “deconstrucción”.

Así es, aunque sea una palabra que no me guste, lo tengo que decir. Y sin pontificar. Creo que ir por la vida con la postura del que no sabe que la está cagando me parece más sano y fresco.

-¿Cómo desmontamos el clasismo?

Para desmontar el clasismo peruano habría que ir desmontando primero el racismo peruano; en nuestra sociedad ambas taras están trenzadas; una te habla de la otra. Y no sé si eso vaya a tener solución, honestamente. Empezará a solucionarse cuando desde pequeños nos estimulen a preguntarnos por lo afortunados que somos en relación a los otros por el solo hecho de nacer con determinado color de piel o vivir en determinado distrito del Perú. Pero no creo que esto se vaya a dar, porque las clases privilegiadas tienden a asumirlo no como una suerte, sino como un mérito.

-Además de la investigación sobre tu abuelo, y una declaración de amor a tu madre, “Mamita es también una indagación de cómo se construyen las novelas.

Esa dimensión es una respuesta a la reflexión que en los últimos años he tenido sobre por qué escribo lo que escribo. No me siento con la autoridad para decir a otros cómo escribir. Sin embargo, a través de una ficción, sí puedo deslizar mis ideas sin sentirme incómodo.

-La literatura es también el tema de conversación entre el protagonista y Hitler, su chofer. ¿Cuánto crees que debemos recuperar la literatura como tema de sobremesa?

Porque para Hitler, hablar de literatura es casi como entrar a espacios en los que él no se siente invitado; y es impostergable volver a darle a la literatura un lugar central dentro de la vida cotidiana. La gente está muy alejada del consumo de literatura. Le resulta más fácil consumir ficción audiovisual. Y eso no va a cambiar mientras en las escuelas no haya maestros que les abra los ojos con respecto al mundo que se están perdiendo.

-¿Y tu mamá, destinataria de la novela, ya la leyó?

Suelo querer que la vida imite al arte. Justamente, cuando ya tenía el manuscrito bien revisado, lo imprimí, lo anillé y se lo llevé con letras bien grandes. La leyó feliz. Y me dijo que la iba a leer de nuevo. Y estaba sorprendida de cosas de su padre que no sabía. Incluso pensó que había escrito la novela solo para ella. Como si fuera una tarjeta sofisticadísima del Día de la Madre. Ese candor me hizo el día.

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